Siempre me gustó eso de ir en bici. La primera que tuve debió ser alrededor de los seis años. Era de aquellas con ruedas pequeñas a los lados, que pronto le quité. Vivía en Madrid, en un piso que tenía una terraza de unos cuatro metros de larga. Allí, de una pared a otra, intentaba pedalear, una y otra vez, a un lado, al otro, y de nuevo sin parar, «kilómetros y kilómetros» se hacían en especie de ir y venir sin fin… así que recuerdo un día en el que salí a un jardín que teníamos cerca, era la época en que a los «Nuevos Ministerios» iban las familias con sus hijos a jugar, y allí, con metros y metros por delante, me puse a pedalear, y sin muro que me frenase, seguí pedaleando más y más sin parar, ¡había aprendido a ir en bici en una terraza de cuatro metros lineales!.
La bici aquella era pequeña, con aquel asiento alargado con respaldo, y piñón fijo… cuidadín con los piñones fijos, ¡no se os ocurra coger velocidad y levantar los pies!, creo que ese fue mi primer gran golpe, pero eso lo contaré otro día…
Con esta bici fui aprendiendo lo que posteriormente se traduciría en una agradable sensación de libertad. Primero con sus cuatro ruedas, después quitando la derecha y por último la izquierda… Yo creo que desde entonces no he corregido la postura en las bajadas, mis giros son siempre mejores hacia el lado izquierdo (donde la rueda pequeña todavía me aseguraba la posible caída), y en zonas técnicas tiendo a controlar la bici con el cuerpo hacia la derecha, el pie que siempre suelo apoyar primero en tierra y la bici con tendencia a inclinarse hacia la izquierda como si la fuera a sujetar la ruedecilla…
Sigo practicando.
Sigo disfrutando.